Calaveras dulces con estirpe

Édgar Ávila Pérez
Puebla, Pue. – Un dulce aroma que impregna paredes descarapeladas y puertas de madera con colores vivos desgastados, reviven recuerdos de aquellos que dejaron un mundo material.
Los olores de la caña de azúcar, convertida en caramelo, emanan desde una antigua vecindad, sinónimo de resistencia en pleno Centro Histórico de esta capital poblana.
En las entrañas de un departamento, que da hospedaje a una antiquísima fábrica de dulces llamada Arte mexicano colibrí, puños de caramelo son convertidos en multicolores calaveritas que endulzan la muerte.
Aquí, un hombre llamado Emilio Quintana Ramírez, un ícono personaje de la ciudad virreinal, mantiene una tradición centenaria heredada por su bisabuelo y crea calaveritas para recibir del inframundo a los nuestros y endulzar su visita.
Y desde los meses de junio y julio, Don Emilio, cuarta generación de dulceros y con estirpe de artesano, salta en el tiempo y se refugia en el corazón de los abuelos.
“Se trabaja con todo el corazón y aunque es de verdad una labor de muchos días,  en realidad es algo que me acuerdo de mis abuelos y me adentro a ellos, es el corazón el que está trabajando en esas piezas”, describe.
Un molde de barro es parte de la herencia material y espiritual de sus ancestros . Ese molde cuenta con características únicas de calaverita.
“El secreto es tener moldes”, afirma. Cada uno de esos moldes color tierra, tiene diferente decoración y es específico de cada familia, pero sobre todo tienen un alma que se transmite en cada figura azucarada.
El remojar los moldes de barro en agua; el mezclar agua y azúcar hasta que alcance hervor; el verterlo al barro y ver como se mezcla el frío con lo caliente, solo es el pretexto para invocar el hogar donde los ancianos de la casa transmitían secretos de los dulces poblanos.
En cada palabra que lanza, vuelve a sus ocho años, cuando veía por horas secarse al sol las calaveritas, luego pegaba los ojos, orejas y coloreada esos cráneos que, contrario a lo que podría pensarse,  sólo provocaban regocijo.
“Hacerlos es volver a la niñez y en realidad recordar que lo que hago es una magia que viene de mis ancestros”, suelta desde lo más profundo de su ser y entonces evoca aquello “maravillosamente fantástico” que aprendió en familia.
Nació en los dulces, describe. Aprendió viendo a los mayores, afirma.
Así sabe elaborar de memoria más de veinte productos típicos, desde los dulces de leche en sus distintas presentaciones, de nuez y piñón; pasando por los tamarindos de bola azucarados, de chile y dulce, los de pulpa en torta, taco o cuchara. El jamoncillo de pepita; cocadas de naranja,  de leche y piña. Cocadas horneadas.
Por supuesto el dulce de camote, el ate de guayaba con chile y sin chile; los rollos de guayaba, las galletas de Santa Clara, de nuez y azúcar glass; y los imprescindibles cochinitos de panela.
Y hoy ocupa su tiempo y su talento para las calaveras de dulce, esas que colocará en el altas familiar para regresar al calor del corazón de sus abuelos.
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