El agua, los chismes y los lavaderos

*Entre el agua cristalina los harapos se aclaraban, se lavaba con sabor y la espuma crecía y crecía, se desbordaba, así como los dichos, las carcajadas y las malas palabras

Jaime Carrera

Puebla, Pue.- Desde temprana hora la rutina era la misma. Una veintena de manos se movían ágilmente, de un lado a otro, y puñados de jabón eran lanzados con tremenda destreza.

De aquí para allá, el agua iba y venía, allí nacía. En un reducido espacio en el que el líquido corría libremente se contenía una cotidianeidad que aún no es ajena a pesar del tiempo.

Esa era la Puebla de las mujeres con bultos de tela cargando, en canastos, recipientes o envuelta en una inmensa sábana que resguardaban todo tipo de trapos, de los ricos y los pobres.

Eran los días de las risas, pero también de los lamentos y los malos ratos. Era la época de las batallas campales entre chismes y rumores que se esparcían fuera de esos lavaderos.

Entre el agua cristalina los harapos se aclaraban, se lavaba con sabor y la espuma crecía y crecía, se desbordaba, así como los dichos, las carcajadas y las malas palabras.

Ya sea por necesidad, convicción o herencia, los lavaderos públicos eran sitios de respeto, ahí ocurría de todo, se desnudaba la realidad de una ciudad en evidente crecimiento.

La vida de ellas, las mujeres que lavaban ropa –y que lo siguen haciendo– es de admirarse, sus manos eran sinónimo de resistencia que chocaban una y otra vez, con esos lavaderos de piedra.

Y no cualquier lavadero, el que forma parte de una fila que luce infinita según la perspectiva con que se mire. Y allí siguen, resistentes, como las mismas mujeres, aún después de más de un siglo.

Esas piletas, las de Almoloya, lucen intactas. Allí confluyó el cantar de los gallos, en un frío amanecer con las manos mojadas y el viento que acogía alentadoras y curiosas charlas.

Y donde ahora se excede el ruido citadino, caían los primeros rayos del sol que se encontraban con el olor a limpieza, con un río de historias, de mano en mano, de boca en boca.

Ahora es un sitio con reja y candado, en importante resguardo de un hotel, pero antes, era el lugar de los contrastes, del ruido del afluente del agua o del mutismo de una decena de mujeres.

No era lavar por lavar, era contar (se) historias entre una comunidad de mujeres que chapoteaban sus manos y cuyo empuje hacia arriba o hacia abajo era un encuentro con su realidad.

El agua es memoria y la del río San Francisco –actualmente Bulevar 5 de Mayo– estuvo contenida durante años en los lavaderos de Almoloya(n): “el lugar de donde mana la fuente de agua”.

Detenerse allí, en lo que hoy es la 10 norte entre 14 y 18 oriente, en el sitio donde inició todo, es escuchar, a lo lejos, el martilleo de las manos que combaten a la mugre de la ropa.

Hoy el espacio no luce tan vacío como pareciera, al contrario, se oyen ruidos, el bullicio de las mujeres, cada uno en su puesto, en su lavadero, que lavan y lavan, con ritmo y cadencia.

Son mujeres que establecieron una identidad que mantendrá por siempre un vínculo eterno con el agua y que en un despertar comenzaban a exigir mejores condiciones de vida.

El primer dato que se tiene sobre esos lavaderos corresponde al 1704, año en el que se menciona había una casa con tres manantiales de agua junto a la zona de lavado del Río San Francisco.

Ya para el 1863 las necesidades eran apremiantes y la población cada vez mayor, lo que provocó la demolición de los viejos centros de lavado y la creación de los famosos lavaderos de Almoloya.

Por toda la ciudad comenzaban a aflorar los lavaderos públicos, pero los de Almoloya eran diferentes, estuvieron destinados, en su momento, para mujeres menesterosas de clase media.

El tiempo pasó, Puebla creció y la urbanización comenzó a expulsar a la población de los barrios y la zona fundacional de Puebla, pero los lavaderos siguieron allí.

Y aún parecen escucharse, al fondo, unos murmullos arrastrados por un agua que dio origen a esta, la Puebla de los Ángeles, la Puebla del laborioso y cansado oficio del lavado de ropa.

 

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