Mercado “La Victoria”, el toque francés

*Una manzana forjada de hierro durante el porfiriato, a pocos metros de la Casa de los Hermanos Serdán

Guadalupe Vázquez

Puebla, Pue.- El Centro Histórico de Puebla tiene una manzana forjada de hierro: el Mercado “La Victoria”. Su nombre se debe a un suspiro, un recuerdo y la gloria vivida por el ejército mexicano durante la “Expedición Barradas”, cuando la milicia nacional le ganó a la conquista española en Tampico.

La entrada principal del edificio se ubica en el Corredor 5 de Mayo, pero tiene nueve accesos: por la calle 4 poniente, la 8 poniente y 3 norte, los cuales en muchas ocasiones se convierten en atajos para atravesar las vialidades y admirar la imponente estructura construida y dirigida por Julián de Saracíbar durante el gobierno de Santa Anna en 1854, en la antigua huerta del Convento de Santo Domingo.

El mercado fue erigido con el objetivo de embellecer la ciudad durante la gestión del presidente Porfirio Díaz y podría decirse que Puebla es uno de los pocos estados que aún conservan el toque francés que quiso dejar impregnado en su arquitectura.

Pero como si la fecha 5 de mayo estuviera escrita en la historia de Puebla, fue ese día pero de 1913 cuando se inauguró el inmueble, aún sin terminar, debido a la Revolución mexicana, a pocos metros de la Casa de los Hermanos Serdán y fue hasta 1914 que se convirtió en el principal centro comercial de la ciudad.

Legumbres, semillas, mole, tamales y hasta cemitas se vendían entre el ir y venir de los poblanos enfundados en sus trajes de manta, sombreros y bolsas tejidas a mano. Se dice que el Mercado “La Victoria” fue el primer establecimiento que vendió las cemitas al público, pues anteriormente solo se preparaban en las casas de los poblanos.

Alicia tiene más de cincuenta años ahora pero recuerda que cuando era pequeña, acompañaba a su padres desde el municipio de Lara Grajales a la capital y el mercado era la parada obligada para comer cemitas.

Llegaban por la calle de “Los Gallos”, ahora 6 poniente, y a su corta edad la gran torre del mercado le imponía respeto. Construida de piedra blanca de cantera, con tres enormes ventanales y un reloj en medio de dos dioses griegos: Hércules y Mercurio, quienes representan el trabajo y el comercio, respectivamente. Su escultor Jesús Corro Soriano no podía haber sido más atinado, pues la actividad comercial iniciaba desde el amanecer hasta que el sol caía por el enorme vitral que cubre el kiosko en medio del inmueble. En el que actualmente los pequeños se toman una foto ya sea con Santa Claus o los Reyes Magos.

Aún recuerda que estaba en el taller de “corte y confección” de la secundaria, y le emocionaba visitar el mercado, pues su madre y ella podían conseguir telas a buen precio que no podían encontrar en su pueblo y para comprarlas pasaban por los puestos de barbacoa y molotes instalados en la 3 norte al interior del lugar.

Sobre la 8 poniente podía ver los puestos de chalupas, la grasa brincando al sazón de la tortilla y la salsa, y para bajar el picor las nieves de limón y café. En su andar por el lugar se topaba con las carnicerías y las señoras que vendían el clásico “fierro viejo” que recuperaban de las casas.

Pero tal vez lo que más recuerda son las tiendas de ropa y accesorios, que trataba de guardar en su mente para replicar en su clase, no quería que el recuerdo se combinara con el olor de las pescaderías que también estaban sobre la calle 4 poniente.

Sin embargo, una tienda de regalos que aún perdura en el mercado es “London”, sobre la misma calle, donde su mamá compraba el “jabón Maja” para su abuela, un regalo asegurado en cada visita.

A pesar de que los lugares estaban asignados a conveniencia, la mayoría sabía donde se encontraba la zapatería de don Lalo Bojalil o la mercería “Los Gordos”, pero la falta de organización era notoria, un cliente primerizo fácilmente se perdía entre los puestos de flores, carne y verduras.

Con el paso del tiempo, el mercado se convirtió en un foco rojo de infección, debido a las pocas medidas de sanidad que seguían los casi dos mil comerciantes, lo que hizo que fuera clausurado el 14 de octubre de 1986, durante la administración de Jorge Murad Macluf.

Pero, tan fuerte como el material del que está hecho, aguantó ocho años las miradas y el anhelo de verlo abierto. En 1994, el entonces gobernador de Puebla, Manuel Bartlett Díaz, lo entregó en comodato por 99 años a la Fundación Amparo, la cual lo restauró y aunque la intención era convertirlo en un museo, terminó siendo una plaza comercial.

Ahora la paletería “La Michoacana”, las “Momias”, los puestos de papas y de aplicación de uñas, son los principales comercios que atraen a los poblanos. Aún se resisten al paso del tiempo las tiendas de mochilas, ropa para bebés, una pequeña cafetería, la tienda Suburbia y Vips, donde su fachada de piedra sirve como comedor para los trabajadores de la plaza.

Aranza ahora tiene treinta años, pero recuerda que su abuela la llevaba a la plaza comercial para subirse al pequeño tren que le da la vuelta al lugar, le gustaba que el operador tocará la campana para que todos le abrieran paso y luego de la travesía subía y bajaba las escaleras eléctricas que llegan al segundo piso, donde se encuentra un restaurante y las oficinas que administran el lugar.

A donde no se atrevía a bajar era al piso subterráneo donde se encuentran los baños públicos, que cobran cinco pesos por persona, pues le parecía un lugar frío y solo, donde los torniquetes y máquinas para pagar era el único ruido que se escuchaba.

Su abuela mientras tanto la observaba en las bancas de piedra que resguardan las jardineras escuchando el barullo de la gente que iba y venía. Para terminar la tarde juntas le compraba un helado o la llevaba a las “maquinitas”, que aún persisten, donde en cada ocasión intentaba ganar un peluche para agradecerle la diversión y la compañía.

 

 

 

Compartir: