Barrio vivo de Xanenetla

*El barrio bravo nació casi a la par de la ciudad de Puebla en 1551 y aún conserva su misticismo, color y tradiciones

Carolina Miranda

Puebla, Pue.- Cruzar el antiguo Río San Francisco es entrar a un mundo místico, de color y tranquilidad que brinda el Barrio de Xanenetla. El empedrado de las primeras calles indígenas, las casonas viejas y el sonido del agua fluir en la fuente te acompañan en cada paso.

Donde ahora se encuentra el Hotel 5 de Mayo y el camino hacía norte para llegar al Arco de Loreto, había unas puertas que se abrían solo para los pobladores de este barrio. Ahora un mural de un ajolote plasmado con todas las tradiciones, es quien da la bienvenida al lugar para los poblanos y turistas.

Delimitado al oeste por la Calzada Zaragoza, al este por la calle 8 norte y al sur por el bulevar 5 de mayo, la zona se ha convertido en una comunidad que guarda celosamente sus tradiciones aún en la gran urbe de Puebla.

El camino para adentrarse es vertiginoso, las aceras son estrechas y las veredas se convierten en parte de un laberinto donde la paz prevalece. A cinco minutos de la capital poblana es una zona alejada del bullicio y el estrés, a pesar de la fama añeja que se le creó.

El barrio bravo nació casi a la par de la ciudad de Puebla en 1551 y es considerado la cuna del xalnenetl, la gravilla que fue sacada de la zona para construir los hornos de la Nueva España, que a su vez le darían forma a los ladrillos para construir el Centro Histórico.

Pero no solo es un lugar rico en material para la construcción, pues también las manos de los pobladores han creado buñuelos, chalupas y utensilios de barro que los han hecho famosos.

Camino arriba, llegando casi al final del barrio y como corona dominica se encuentra la iglesia de Santa Inés, cuya fiesta patronal es el 20 de marzo, día en que la misa, los cuetes y los antojitos se apoderan del lugar. Las personas mayores que se quedaron a vivir para preservar la historia y las tradiciones y los que se fueron, regresan a festejar a la virgen, a convivir con los amigos de la infancia, a saborear un buñuelo con miel y a bailar hasta el amanecer.

Pero no solo esta fecha es importante, pues antes del 8 de diciembre, los vecinos se reúnen en el atrio para pintar y remodelar el templo y recibir al Altísimo que los visita por tres o cuatro días.

En esta pequeña iglesia no hay un padre todos los días, asiste cada domingo, por lo que se ha vuelto un templo comunitario, una joya del barrio que los vecinos cuidan porque saben que los protege.

Hasta hace algunos años también se encontraba un cuartel militar donde los soldados vivían con sus familias, también había una fábrica donde los hombres del lugar rolaban turnos, y tanto sus esposas como sus hijos, iban a dejarles el “hitacate” para la hora de la comida y el descanso.

Así como un panteón exclusivo para los habitantes, donde actualmente se encuentra City Club, en un centro comercial que sustituyó a la sepultura de los antepasados y la historia. De este mausoleo sólo sobrevive una pequeña capilla que ha quedado encerrada entre muros de cemento, una reja y el estacionamiento del supermercado. De los restos de sus familiares, se desconoce su paradero.

Pero este lugar está más vivo que nunca, igual que los colores que invaden los murales. Gracias a Colectivo Tomate, y a su iniciativa de retratar las historias, es posible apreciar una cigueña en honor a una partera del barrio que vio nacer a cada uno de los oriundos, un charro negro que le hace honor a la leyenda y una niña escondida entre los muros para representar la inocencia de los pequeños.

De la cotidianeidad del barrio solo queda un tianguis que se coloca los domingos en la antigua fuente que servía para abastecer de agua a las casas y colores pastel que adornan los muros que la rodean.

El señor de la leche aún llega con sus cántaros de metal, los buñuelos aún se fríen, los comales aún cocinan las chalupas y todavía queda el recuerdo de las figuras de Judas que creaban los vecinos.

Más allá de un lugar turístico y pintoresco, es el hogar de las abuelitas a las que no les da miedo bajar el camino empedrado del brazo de sus nietos hacia el Hospital de San José, de los niños que llegan hambrientos de la Escuela Secundaria Técnica 1 o de los hombres y mujeres trabajadores que diariamente atraviesan el antiguo río para trabajar.

 

Compartir: