Doña Blanca: mesón de los olvidados

Aníbal Santiago

Ciudad de México (CDMX).- En Doña Blanca tomas el café inclinando la cabeza sobre la taza blanca para que te alivie el vaporcito. Aunque estés abrigad@ quieres que el humo que desprende el agua te consienta no  tanto por lo que percibe tu nariz (el aroma de los granos molidos y tostados), sino por el calor que se va elevando, al que necesitas ya mismo cubriendo tu cara.

El asunto es que aquí, en esta fondita, flota misteriosamente un frío lejano, no nativo de la Ciudad de México sino procedente de otros lugares. Uno sospecha que el frío que se cuela a la vieja casona de la colonia Cuauhtémoc proviene de remotos inviernos: tremendos inviernos de Coatepec, Zinacantán, Tlaxiaco, donde los agricultor@s requieren para vivir –tanto como tierra para sus faenas- sorbos de café calentísimo.

No exageramos al decir que, si pretende amanecer, la calle Lerma necesita que Doña Blanca abra. Se corren las cortinas y solo hasta que el sol lo advierte se pone a trabajar iluminando a esta colonia elegante, apuesta, sofisticada y, sobre todo, repleta de oficinas. Por eso es que contadores con mirada ceniza -vestidos con sacos de Suburbia- ocupan las mesas de melamina, y también secretarias que con tacones violeta emergen saltando de Metro Sevilla con gran destreza y a altas velocidades. Y hay otros que se sientan en las sillas de fierro: jubilad@s que se actualizan con las noticias de una tele encajada a un muro, desempleados que cargan su Aviso Oportuno para más tarde buscar chamba retozando frente al cercano Monumento a la Madre, e incluso mamás sin monumento (y sin presupuesto) que alimentan con trocitos de concha de cajeta a sus bebés.

Desde que en 2010 nació, Doña Blanca reúne solitarios: clientas y clientes a los que quizá la vida les está jugando una mala pasada pero que confían en que pronto soplarán tiempos mejores. La razón de que vengan a desayunar es que este lugar es un mesón, un refugio con solo lo indispensable. A los helados muros de ladrillo si acaso les dieron una manita de pintura blanca, y a uno de ellos lo colorearon con pececitos de colores para alegrar un poco el ambiente sobrio (el único adorno son unas bicis miniatura en alambre que nadie observa). Los techos los sostienen vigas de madera de un siglo de vida, de cuando esta zona de la capital presumía mansiones art noveau que habitaban don Venustiano Carranza y otras celebridades.

Pero la gran razón de que Doña Blanca sea el lugar consentido de quienes poco tienen es su mesura: un desayuno cuesta 110 pesos. Ni un quinto más e incluye café, fruta o jugo (por tu salud y alegría pide el de guayaba con papaya y naranja) y dos elementos más. Uno, pan dulce que viaja entre mesas sobre un carrito, y que sabe a horno de piedra de pueblo olvidado: astorgas, rol, oreja, y nidos de queso con guayaba o bien zarzamora. Anímate y chopéalo aunque pienses “son costumbres de abuelita” (mostrarás a los comensales la sabiduría heredada a tu abuelita). La humedad amarga del café refuerza los dulzores que chorrean por las hebras calientes capturadas por tus labios.

Y entonces, a ellos llega la felicidad. Y en la felicidad no existen mezquindades: aquí hay 59 distintos desayunos preparados sin los apuros urbanos. Ahí te van tres. Huevos Don Arthur: revueltos en salsa verde con frijoles de la olla. Omelette Arriero: huevos mezclados con pimiento morrón, queso manchego, chorizo y tocino. Y Huevos Atlixco: estrellados sobre bistec, debajo de salsa roja y aguacate. Todo sabroso, simple y mexicano, aunque si quieres abundancia una mesera vestida de negro te traerá Enchiladas Adriana: extendidas sobre “espejo de frijol” (así dice el menú), con pollo, huevo estrellado y salsa verde.

Todo sale de la cocina del fondo; ocultas por huacales las cocineras trabajan meticulosas.

Cuando fui, un matrimonio argentino y su hijita (con un acento como si hubieran llegado anoche) comían viendo con placer el caos de alimentos en su mesa. “Qué bárbaro, ¡como se desayyyyuna en México!”, dijo ella con esa ye que frente al Río de la Plata suena shhhhh. “Impresionante”, respondió él. La nena los miraba sin dejar de masticar su debilidad: bolillito con ajonjolí.

Y la historia se acaba. Como verás, Doña Blanca no está cubierta con pilares de oro y plata, aunque lo que aquí sucede –mujeres y hombres sencillos que amanecen desayunando bien para resistir el día-, sí vale oro y plata.

Y no lo olvides: si tienes frío, acerca la cara al café.

+++ Doña Blanca. Lerma 271, Col Cuauhtémoc, CDMX.

 

 

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